Santiago Delgado: Medina Zahara, hoy
Me llevan a ver, en Córdoba, la famosa Medina Zahara. O, como la cursilería neoárabe quiere, Madinat Al'Zahra. Pronunciado como con la garganta. Esta ciudad-palacio fue construida por el tercero de los Abderramanes, no por el amor-pasión de su favorita, sino por el prurito de fundar ciudad, propio tan sólo de Califas, que es lo que él quería ser. Si le puso el nombre de su favorita del momento, eso fue otra cosa.
Aprovechó un acueducto romano que abastecía a Córdoba, para dotar del líquido elemento a su ciudad nueva. Y es que los árabes aprovecharon, y aprendieron, mucho de los romanos. Cuánto de lo que tradicionalmente tenemos por árabe, no fue sino romano en origen. Tal como el mismo nombre de Murcia, siglos creyendo que era nombre árabe, y resultó latino. Lo mismo pasa con los famosos patios cordobeses. No eran sino el impluvium de las casas romanas. Por cierto, la Córdoba romana cada día se impone más en monumentalidad a la árabe. La reconstrucción del teatro romano de la ciudad levantaría un monstruo de ciento veinte metros de escenario en medio de la ciudad. Otro tanto el circo. O las ruinas arrasadas en 1991, para el AVE, del Palacio del Obispo Osio, el del Concilio de Nicea, si no recuerdo mal.
Y es que va siendo hora de pasar la página de la leyenda áurea de lo árabe sobre el mejor pasado de Andalucía y de España. La España romana, Hispania de los visigodos, era todavía mucha Hispania, mucha. Gran parte de ella se perdió por causa del aislamiento que la invasión, por la espada, árabe y bereber, produjo respecto del resto de la Romania. Si los árabes tuvieron auge, no fue sino después de dos siglos largos, casi tres, y después de cargarse lo hispano-romano y visigodo. Fue una cultura intrusa en el decurso de la era cristiano-mediterránea que ya llevaba siete siglos asentada.
Lo árabe como hermoso es un invento romántico que ya va siendo hora de revisar. Y hora de volver a apreciar lo romano como eje alrededor de lo cual se fue forjando la idea de la península como unidad. Medina Zahara no me ha producido, ni estética, ni arquitectónicamente, ninguna emoción más que la de haber conocido de cerca, la vanidad califal, mayor que la de los reyes cristianos, que eran quienes se creían puestos por Dios en su trono. Recordaba con una tenue sonrisa interior aquella conseja que decía que los embajadores cristianos se postraban ante el tercer secretario del Visir, que los recibía ante la puertas de la ciudad-teatro, creyéndolos el Califa mismo. Al Califa nunca lo veían, y el pobre castellano o leonés quedaba en ridículo para la Historia. Pues no, lo que ha quedado para la Historia es la insufrible vanidad, cercana a la deificación de los emperadores romanos, del autoproclamado Califa. Vale.
Y es que va siendo hora de pasar la página de la leyenda áurea de lo árabe sobre el mejor pasado de Andalucía y de España. La España romana, Hispania de los visigodos, era todavía mucha Hispania, mucha. Gran parte de ella se perdió por causa del aislamiento que la invasión, por la espada, árabe y bereber, produjo respecto del resto de la Romania. Si los árabes tuvieron auge, no fue sino después de dos siglos largos, casi tres, y después de cargarse lo hispano-romano y visigodo. Fue una cultura intrusa en el decurso de la era cristiano-mediterránea que ya llevaba siete siglos asentada.
Lo árabe como hermoso es un invento romántico que ya va siendo hora de revisar. Y hora de volver a apreciar lo romano como eje alrededor de lo cual se fue forjando la idea de la península como unidad. Medina Zahara no me ha producido, ni estética, ni arquitectónicamente, ninguna emoción más que la de haber conocido de cerca, la vanidad califal, mayor que la de los reyes cristianos, que eran quienes se creían puestos por Dios en su trono. Recordaba con una tenue sonrisa interior aquella conseja que decía que los embajadores cristianos se postraban ante el tercer secretario del Visir, que los recibía ante la puertas de la ciudad-teatro, creyéndolos el Califa mismo. Al Califa nunca lo veían, y el pobre castellano o leonés quedaba en ridículo para la Historia. Pues no, lo que ha quedado para la Historia es la insufrible vanidad, cercana a la deificación de los emperadores romanos, del autoproclamado Califa. Vale.
Publicado en El Faro
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